San Juan, Catamarca y La Rioja analizan proyectos que podrían abastecerse con agua desalinizada del Pacífico. Chile ya cuenta con más de 20 plantas en operación y su modelo despierta interés en la región. El desafío técnico es enorme, pero el social y ambiental, aún más.

Elevar agua desalinizada del Océano Pacífico hasta la Cordillera de los Andes para utilizarla en la minería ya no es una hipótesis lejana. En Chile es una realidad consolidada: 22 minas operan hoy con agua del mar, y el país trasandino se fijó un objetivo ambicioso para 2040: el 95% de su producción minera deberá usar agua desalinizada.

En Argentina, el tema comienza a ganar terreno, sobre todo en provincias cordilleranas con fuerte proyección cuprífera como San Juan, Catamarca y La Rioja, donde el uso de agua continental se volvió un punto sensible en tiempos de sequía.

El interés por replicar el modelo chileno no es casual. Desde hace años, la región atraviesa un proceso de estrés hídrico prolongado, con disminución de nevadas y retroceso de glaciares.

En ese contexto, el agua se transformó en un bien estratégico, y la minería una de las actividades más observadas: por su consumo se ve obligada a buscar soluciones tecnológicas que garanticen sostenibilidad y aceptación social.

Chile es hoy el país con mayor desarrollo de infraestructura desalinizadora del continente. La primera planta fue construida por Minera Escondida en 2006, y desde entonces se multiplicaron las inversiones. Estos sistemas requieren plantas costeras que bombean agua tratada por ductos de acero de más de un metro de diámetro, a través de cientos de kilómetros y miles de metros de desnivel.

El proceso, basado en ósmosis inversa, elimina las sales disueltas del agua marina y permite su uso en procesos de lixiviación, flotación y refrigeración industrial. Cada estación de bombeo demanda gran cantidad de energía, pero Chile ya abastece el 60% de esa necesidad con fuentes renovables como la solar y la eólica, reduciendo la huella de carbono de su minería.

Chile es hoy el país con mayor desarrollo de infraestructura desalinizadora del continente. Estos sistemas requieren plantas costeras que bombean agua tratada por ductos de acero de más de un metro de diámetro, a través de cientos de kilómetros y miles de metros de desnivel

Según la Cámara Chilena de Minería, el país cuenta hoy con 24 plantas desalinizadoras operativas y 34 en desarrollo, con una inversión acumulada superior a 19.000 millones de dólares. De ese total, once proyectos corresponden directamente al sector minero, y otros tantos al incipiente mercado del hidrógeno verde.

La oportunidad argentina: minería y mar, una alianza posible

En la Argentina, el interés por aplicar esta tecnología se concentra en los proyectos cupríferos ubicados en la franja cordillerana cercana al límite con Chile. Los yacimientos Vicuña, Pachón, Los Azules, Altar y Chita Valley aparecen como los principales candidatos a incorporar agua de mar en etapas futuras.

La idea que manejan algunos especialistas es la de aprovechar la cercanía y la infraestructura existente, que el agua tratada en plantas del lado chileno pueda impulsarse por ductos binacionales hacia minas argentinas, aprovechando los acuerdos del Tratado de Integración y Complementación Minera vigente entre ambos países.

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Usar agua de mar permitiría asegurar la licencia social de los grandes proyectos de cobre.

Este esquema binacional permitiría compartir costos de infraestructura y reducir los impactos sobre los acuíferos y glaciares cordilleranos, uno de los puntos de mayor sensibilidad en la agenda ambiental y social.

Licencia social y percepción pública

En tiempos de sequía, el agua se volvió el eje de las discusiones en torno a la minería. La llamada licencia social, ese permiso implícito que las comunidades otorgan o retiran según su confianza, hoy depende en gran parte del manejo responsable del recurso hídrico.

“La minería no puede competir con los ríos, debe aprender a convivir con ellos”, sintetizó un especialista en medio ambiente durante un seminario reciente. El consenso es que la desalinización puede descomprimir tensiones sociales, pero no garantiza por sí sola aceptación.

El trazado de ductos, el uso de energía, la gestión de la salmuera y los beneficios locales son factores que deberán resolverse con participación ciudadana y transparencia.

Las experiencias chilenas muestran que la combinación entre tecnología y planificación territorial fue clave para superar resistencias. En el caso argentino, la oportunidad radica en integrar desde el inicio los componentes técnicos, ambientales y sociales de cada proyecto, antes de avanzar con obras de gran magnitud.

La desalinización no solo plantea un desafío técnico: redefine el mapa político del agua en Sudamérica. En un contexto de escasez hídrica global, el control, transporte y uso del agua se vuelven ejes de soberanía y poder económico. Si en el siglo XX las fronteras energéticas se trazaron sobre el petróleo, en el siglo XXI la disputa será por el agua.

En ese marco, los proyectos cordilleranos del noroeste argentino representan algo más que una oportunidad productiva: son laboratorios de gobernanza ambiental y cooperación transfronteriza. Compartir infraestructura con Chile, establecer marcos conjuntos de evaluación ambiental y definir estándares comunes de uso del agua serán claves para evitar tensiones y garantizar desarrollo con equidad.

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Los proyectos de cobre suman el desafío logístico de llevar agua hasta la alta montaña.

Especialistas en política ambiental sostienen que el desafío no está en construir ductos, sino en acordar normas, monitoreos y beneficios mutuos. La creación de una “Mesa Binacional del Agua para la Minería”, impulsada por ambos países, podría convertirse en una instancia pionera en América Latina para planificar el uso compartido de recursos hídricos estratégicos, bajo criterios de sostenibilidad y transparencia.

La crisis climática también impone una urgencia ética: el agua ya no puede ser vista como un insumo industrial, sino como un bien público de carácter transnacional. En esa tensión se juega el futuro de la minería andina. Las decisiones que hoy tomen los gobiernos, empresas y comunidades definirán si el agua del mar será símbolo de cooperación o de conflicto.

Energía y costos: el desafío económico

El costo de una planta desalinizadora de gran escala que incluye planta, ductos y mantenimiento puede superar los 2.000 millones de dólares, según estimaciones de especialistas. Además, el consumo energético para bombear el agua desde el mar hasta los 3.000 o 4.000 metros de altura sigue siendo uno de los factores más costosos del proceso.

Sin embargo, la tendencia mundial apunta a reducir esos costos mediante energías renovables y economías de escala. Chile, por ejemplo, ya logró reducir el costo de desalinización a 0,5 dólares por metro cúbico, y se espera que esa cifra continúe bajando a medida que se incorporen nuevas plantas.

Este esquema binacional permitiría compartir costos de infraestructura y reducir los impactos sobre los acuíferos y glaciares cordilleranos, uno de los puntos de mayor sensibilidad en la agenda ambiental y social.

En la Argentina, la posibilidad de asociar el desarrollo minero con el crecimiento del sector energético particularmente solar y eólico aparece como una ventana estratégica para atraer inversiones sostenibles y mejorar la competitividad internacional.

Más allá de los números, la desalinización abre un debate profundo sobre cómo producir sin comprometer el ambiente. América Latina concentra el 40% de las reservas mundiales de cobre y litio, pero también enfrenta los mayores desafíos de gestión hídrica.

San Juan, Catamarca y La Rioja se encuentran en una posición estratégica: poseen recursos minerales de clase mundial, radiación solar excepcional y corredores logísticos hacia el Pacífico. Integrar esas ventajas con una política de Estado que fomente la innovación ambiental podría transformar a la región en un polo de minería verde en el Cono Sur.

La cooperación con Chile será clave. Un corredor hídrico binacional podría servir no solo para abastecer minas, sino también para desarrollar nuevas industrias asociadas al tratamiento y reutilización del agua, sumando empleo, tecnología y capacitación local.

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Al igual que en el litio, el agua es un insumo clave para la minería de cobre por los procesos químicos.

Más allá del componente técnico y financiero, el verdadero desafío será cultural. En un país donde el agua de montaña representa vida, identidad y pertenencia, la minería deberá demostrar que puede ser parte del equilibrio natural y no su amenaza.

Chile marcó el rumbo con políticas de Estado y planificación a largo plazo. Ahora, Argentina tiene la oportunidad de dar el salto hacia una minería inteligente, resiliente y socialmente aceptada, donde cada gota de agua del mar simbolice no solo producción, sino también compromiso con el futuro.

El agua, un insumo vital en la minería moderna

En la minería, el agua cumple un papel central: es el medio que hace posible separar los minerales de la roca.

Se utiliza en procesos de lixiviación, donde disuelve metales como el cobre u oro mediante soluciones químicas controladas; en la flotación, donde permite distinguir y concentrar las partículas con valor económico; y en tareas complementarias como refrigeración, transporte de pulpas minerales y consumo humano en los campamentos.

Por eso, cada gota cuenta. En proyectos de gran escala, el desafío ya no es solo disponer de agua, sino reutilizarla, tratarla y reducir su huella ambiental.

La desalinización del agua de mar aparece como la alternativa tecnológica más avanzada: permite abastecer la producción sin afectar ríos, acuíferos ni glaciares, al tiempo que impulsa un cambio cultural hacia una minería más eficiente, transparente y socialmente aceptada.

De este modo, el agua antes vista como un insumo secundario se transforma en un eje estratégico de sostenibilidad y licencia social, marcando el paso hacia una minería que produce, pero también cuida y revaloriza el entorno.

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