En el centro del nuevo ciclo minero que se proyecta para la Argentina hay una condición que ya no se resuelve únicamente con inversiones millonarias o estudios técnicos: la licencia social. Y cuando el eje de la discusión es el agua, la tensión se multiplica.

Lo ocurrido recientemente en Mendoza con la habilitación de la minería de cobre volvió a exponer con crudeza esa fractura que atraviesa a buena parte de las provincias cordilleranas. Mientras el Estado provincial aprobó el marco legal y ambiental para un nuevo emprendimiento metalífero, miles de personas marcharon desde distintos puntos de la provincia con una consigna común, defender el agua.

La movilización fue masiva, sostenida, diversa y profundamente transversal. Sin embargo, no logró frenar la sanción de la norma. Allí se abrió una pregunta que hoy atraviesa a toda la minería argentina: ¿alcanza con cumplir los requisitos legales, cuando la sociedad o parte de la sociedad no otorga el consenso?

La licencia social no es un papel, ni una resolución administrativa. Es un proceso de aceptación colectiva que se construye con información, participación, confianza y beneficios percibidos como equitativos. Cuando alguno de esos factores falla, el conflicto aparece. Y en un contexto de crisis hídrica, cambio climático y retroceso de glaciares, el agua se convirtió en el límite más sensible de esa legitimidad.

Del otro lado de la vereda, las autoridades mendocinas celebran la primera aprobación de un proyecto minero desde 2007, con una inversión estimada en más de 500 millones de dólares y que incluso podría ser el primer yacimiento de cobre en producción del país.

El agua como núcleo del conflicto en la minería

En provincias áridas como Mendoza, San Juan, Catamarca, Salta y Jujuy, el agua no es solo un recurso, es un elemento estructural de la vida, la producción y la identidad. La agricultura, el consumo urbano, el turismo y hasta el desarrollo industrial dependen de sistemas hídricos extremadamente frágiles.

En ese escenario, la minería metalífera a gran escala irrumpe como una actividad de alto consumo, capaz de tensionar los equilibrios existentes incluso cuando promete tecnologías de recirculación, control y eficiencia.

El gobernador de Mendoza Alfredo Cornejo, junto a Hebe Casado vicegobernadora. Ambos centralizaron la discusión política en la provincia cuyana sobre la minería.

Las empresas aseguran que los nuevos proyectos utilizan más del 80% de agua reutilizada, que no emplean sustancias prohibidas y que aplican estándares ambientales internacionales. Los estudios de impacto ambiental respaldan esos argumentos en el papel.

Pese a los datos, gran parte de la sociedad percibe otra cosa, que el riesgo nunca es cero y que los antecedentes de pasivos ambientales pesan más que las promesas tecnológicas.

La discusión ya no pasa solo por cuánto empleo se generará o cuántos dólares entrarán por exportaciones. Pasa por una pregunta más emocional, ¿qué precio estamos dispuestos a pagar por ese desarrollo? ¿Quién asume los riesgos? ¿Quién se queda con los beneficios?

La Ley de Glaciares y el rediseño del límite de la licencia social

La Ley de Glaciares, sancionada en 2010, fue durante más de una década el gran dique de contención para muchos proyectos en zonas de alta montaña. Su protección del ambiente glaciar y periglaciar se convirtió en una garantía jurídica para quienes defienden el agua como bien estratégico. Pero también en una barrera para la expansión minera en sectores ricos en cobre, oro y plata.

El agua dejó de ser solo un recurso productivo: hoy es un límite político y social.

Hoy, ese marco legal vuelve a estar en discusión. Las provincias mineras reclaman una reinterpretación o modificación que les permita definir con mayor precisión qué áreas quedan protegidas y cuáles pueden desarrollarse.

Los reclamos se concentraron en la puerta de la legislatura de Mendoza, donde las personas aguardaron expectantes, lo que luego fue la aprobación de los senadores mendocinos a la explotación del cobre.

Desde la óptica productiva, la ley es demasiado amplia, imprecisa y restrictiva. Desde la mirada ambiental, cualquier flexibilización equivale a debilitar una de las pocas herramientas efectivas de defensa del agua.

El RIGI y la paradoja de las grandes inversiones

El Régimen de Incentivo a las Grandes Inversiones fue diseñado para atraer capital a sectores estratégicos como la minería, la energía y la infraestructura. En pocos meses, ya concentró proyectos por decenas de miles de millones de dólares, con fuerte protagonismo del litio y el cobre.

Para las provincias, representa la posibilidad concreta de reactivar economías regionales, generar empleo, ampliar exportaciones y fortalecer la recaudación a través de regalías. Pero el RIGI también profundiza una paradoja, mientras crea condiciones excepcionales para grandes compañías internacionales, la aceptación social de esos emprendimientos sigue siendo frágil.

Las comunidades no discuten solo la inversión, discuten el modelo. Preguntan cuánta riqueza queda en el territorio, cómo se distribuyen las regalías, qué control real existe sobre el ambiente y quién responde ante un eventual daño.

El RIGI puede destrabar inversiones, pero no reemplaza la necesidad de consenso social.

En Mendoza, por ejemplo, el nuevo régimen de regalías promete fondos para obras socioambientales y desarrollo territorial. En el papel, el esquema es sólido. En la calle, la desconfianza sigue intacta.

Cambio climático, retroceso glaciar y nuevo escenario hídrico

A este conflicto histórico se suma una variable que lo potencia todo, el cambio climático. Los glaciares retroceden, las nevadas disminuyen, los caudales se vuelven más erráticos. La disponibilidad futura de agua ya no es una proyección lejana, es una incertidumbre presente.

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Imagen del recinto legislativo de Mendoza en el momento de la aprobación del PSJ para la explotación del cobre en la provincia.

En ese contexto, cada proyecto minero se analiza con un nivel de escrutinio mucho mayor. Lo que hace una década podía discutirse en términos económicos, hoy se debate en clave de supervivencia ambiental. Esto explica por qué la licencia social es hoy más frágil, más exigente y más difícil de construir que nunca.

Las provincias mineras quedaron en el centro de un juego complejo, son dueñas de los recursos naturales, necesitan desarrollo y empleo, pero también enfrentan la presión de comunidades que desconfían del modelo extractivo.

La discusión ya no es si se hace minería, sino cómo y bajo qué condiciones.

El desafío ya no es solo atraer inversiones, sino construir credibilidad. Eso implica fortalecer controles, garantizar transparencia absoluta, asegurar beneficios tangibles para las poblaciones locales y respetar límites ambientales claros.

Sin licencia social, los proyectos se judicializan, se demoran, se encarecen y, muchas veces, se paralizan. Con licencia social, la minería puede convertirse en un verdadero motor de desarrollo. La diferencia está en cómo se gestiona ese vínculo entre Estado, empresas y sociedad.

Lo que está en discusión en la Argentina no es solo un proyecto, una ley o una inversión. Está en discusión un nuevo contrato social para la minería. Un acuerdo implícito donde la sociedad acepta la actividad a cambio de garantías reales sobre ambiente, agua, empleo, desarrollo local y control.

El conflicto de Mendoza, el debate por la Ley de Glaciares, el avance del RIGI y las movilizaciones ambientales no son hechos aislados. Son capítulos de una misma historia, la tensión entre un modelo productivo que busca despegar y una sociedad que exige certezas primero.

La licencia social, en este contexto, ya no es un complemento. Es el verdadero punto de partida.

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